Editorial de la revista Arcadia, incluido en este blog gracias a la oportuna participaciónd e Erwin, el papá de Matías, en Educación Libre, el e-group.
Un violinista en el metro
Hay una incómoda pregunta que muchos lectores
se habrán hecho alguna vez en la vida, y que tal
vez no hayan querido responderse. ¿Qué pasaría
si a uno lo pusieran a leer grandes obras de la literatura
sin que en ninguna parte del libro apareciera el nombre
del autor? ¿Alabaríamos con tanta convicción la sutileza de
un cuento de Chejov? ¿Nos perturbaría tanto un monólogo
de Samuel Beckett? ¿Aplaudiríamos de pie y con tanto
ahínco a García Márquez?
En otras palabras, ¿cuál es el peso real, el tamaño de la
infl uencia de la sanción de la historia sobre nuestros juicios
estéticos? ¿Cuál es la dosis de oculta hipocresía que
manejamos con nosotros mismos cuando decimos que nos
encanta Mozart o Bach o Picasso o Miguel Ángel? ¿Realmente
somos capaces de reconocer el genio si no viene
“empacado” correctamente, legitimado
por un gran museo, premiado por una
prestigiosa Academia, refrendado por la
historia ofi cial de la cultura?
El Washington Post hizo un experimento
para intentar responder esta pregunta.
Le pidió al gran virtuoso Joshua Bell, uno
de los tres más importantes violinistas vivos
del mundo, que se pusiera una gorra
de béisbol y se parara en un rincón de una
estación de metro en Washington. No de
cualquier estación, sino de la estación donde
toman el metro los prósperos yuppies de
la poderosa maquinaria burocrática del
D.C. –consultores políticos, estrategas fi nancieros, abogados–,
los mismos que pagan 500 dólares por ir al Kennedy
Center a escuchar al gran Joshua Bell. Bell preparó un repertorio
apabullante. Se hicieron apuestas. ¿Cuánto dinero
recaudaría? ¿Cuánta gente se pararía a escucharlo? ¿Se
armaría un nudo humano asombrado ante la belleza de su
interpretació n? ¿Cuántos transeúntes serían capaces de reconocer
la belleza desprovista de su contexto habitual?
Bell salió rumbo a la estación en taxi: llevaba consigo
nada menos que su Stradivarius, un violín que le
costó tres millones y medio de dólares. Los editores del
Washington Post se habían reunido para prever los posibles
escenarios. ¿Qué pasaría si la multitud se desbordara? Les
parecía obvio que en una demografía tan sofi sticada como
la de Washington, alguien reconocería a Bell y la voz se
3
correría. Llegarían las cámaras. Habría que sacarlo de allí
con escolta...
Bell llegó a la estación, abrió el estuche de su violín y
arrojó un puñado de monedas para estimular a los paseantes.
Esto fue lo que pasó: de los casi dos mil transeúntes
que pasaron a su lado esa mañana, solo seis personas voltearon
la cabeza con algún signo de interés o se detuvieron
un momento a escucharlo. Bell cuenta la desolación que
sentía cada vez que terminaba una pieza y en lugar de la
acostumbrada ovación, solo seguía un doloroso silencio.
Bell recaudó 32 dólares.
Son más las preguntas que surgen del resultado del experimento
que las respuestas. Tal vez la belleza necesite de
ese contexto santifi cador para poder ser reconocida, y sea
injusto juzgar a las dos mil personas que pasaron al lado de
Bell. Aun así, queda un cierto desasosiego
en el aire. Si alguien se llegara a enterar de
que era uno de esos transeúntes que ignoraron
al violinista, quizás le daría algo de
vergüenza. Y en esa palabra, “vergüenza”,
puede estar la pista que arroje luz sobre la
incógnita de nuestra capacidad para percibir
la belleza. El experimento mismo
asume que la belleza debe ser percibida sin
necesidad de conocimiento. Que la sensibilidad
no tiene por qué ser educada. Que
los seres humanos deberíamos ser capaces
de reconocer lo bello por medio de algún
misterioso mecanismo innato. Es decir, que
“gusto” y “juicio estético” son sinónimos. Y es esa intensa
presión social que presupone que todos deberíamos saber
reconocer lo bello (en literatura, en pintura, en música) la
que nos obliga a esa pequeña dosis de hipocresía a la que
se aludía al comienzo de este editorial. La única moraleja
posible para el fi asco del metro es la siguiente: el conocimiento
no es sinónimo de erudición como creen tantos (y
por eso huyen del mundo de la cultura) sino de curiosidad
por la vida misma. Y el conocimiento está íntimamente
ligado a nuestra capacidad para emocionarnos ante la contemplación
de lo bello. O en otras palabras, corazón y cabeza
son un solo instrumento. Quien no reconoce todas
las formas de la belleza no debería sentir vergüenza. Pero
si la siente, debería educar su sensibilidad, porque no viene
alfabetizada en el adn.
Un violinista en el metro
Hay una incómoda pregunta que muchos lectores
se habrán hecho alguna vez en la vida, y que tal
vez no hayan querido responderse. ¿Qué pasaría
si a uno lo pusieran a leer grandes obras de la literatura
sin que en ninguna parte del libro apareciera el nombre
del autor? ¿Alabaríamos con tanta convicción la sutileza de
un cuento de Chejov? ¿Nos perturbaría tanto un monólogo
de Samuel Beckett? ¿Aplaudiríamos de pie y con tanto
ahínco a García Márquez?
En otras palabras, ¿cuál es el peso real, el tamaño de la
infl uencia de la sanción de la historia sobre nuestros juicios
estéticos? ¿Cuál es la dosis de oculta hipocresía que
manejamos con nosotros mismos cuando decimos que nos
encanta Mozart o Bach o Picasso o Miguel Ángel? ¿Realmente
somos capaces de reconocer el genio si no viene
“empacado” correctamente, legitimado
por un gran museo, premiado por una
prestigiosa Academia, refrendado por la
historia ofi cial de la cultura?
El Washington Post hizo un experimento
para intentar responder esta pregunta.
Le pidió al gran virtuoso Joshua Bell, uno
de los tres más importantes violinistas vivos
del mundo, que se pusiera una gorra
de béisbol y se parara en un rincón de una
estación de metro en Washington. No de
cualquier estación, sino de la estación donde
toman el metro los prósperos yuppies de
la poderosa maquinaria burocrática del
D.C. –consultores políticos, estrategas fi nancieros, abogados–,
los mismos que pagan 500 dólares por ir al Kennedy
Center a escuchar al gran Joshua Bell. Bell preparó un repertorio
apabullante. Se hicieron apuestas. ¿Cuánto dinero
recaudaría? ¿Cuánta gente se pararía a escucharlo? ¿Se
armaría un nudo humano asombrado ante la belleza de su
interpretació n? ¿Cuántos transeúntes serían capaces de reconocer
la belleza desprovista de su contexto habitual?
Bell salió rumbo a la estación en taxi: llevaba consigo
nada menos que su Stradivarius, un violín que le
costó tres millones y medio de dólares. Los editores del
Washington Post se habían reunido para prever los posibles
escenarios. ¿Qué pasaría si la multitud se desbordara? Les
parecía obvio que en una demografía tan sofi sticada como
la de Washington, alguien reconocería a Bell y la voz se
3
correría. Llegarían las cámaras. Habría que sacarlo de allí
con escolta...
Bell llegó a la estación, abrió el estuche de su violín y
arrojó un puñado de monedas para estimular a los paseantes.
Esto fue lo que pasó: de los casi dos mil transeúntes
que pasaron a su lado esa mañana, solo seis personas voltearon
la cabeza con algún signo de interés o se detuvieron
un momento a escucharlo. Bell cuenta la desolación que
sentía cada vez que terminaba una pieza y en lugar de la
acostumbrada ovación, solo seguía un doloroso silencio.
Bell recaudó 32 dólares.
Son más las preguntas que surgen del resultado del experimento
que las respuestas. Tal vez la belleza necesite de
ese contexto santifi cador para poder ser reconocida, y sea
injusto juzgar a las dos mil personas que pasaron al lado de
Bell. Aun así, queda un cierto desasosiego
en el aire. Si alguien se llegara a enterar de
que era uno de esos transeúntes que ignoraron
al violinista, quizás le daría algo de
vergüenza. Y en esa palabra, “vergüenza”,
puede estar la pista que arroje luz sobre la
incógnita de nuestra capacidad para percibir
la belleza. El experimento mismo
asume que la belleza debe ser percibida sin
necesidad de conocimiento. Que la sensibilidad
no tiene por qué ser educada. Que
los seres humanos deberíamos ser capaces
de reconocer lo bello por medio de algún
misterioso mecanismo innato. Es decir, que
“gusto” y “juicio estético” son sinónimos. Y es esa intensa
presión social que presupone que todos deberíamos saber
reconocer lo bello (en literatura, en pintura, en música) la
que nos obliga a esa pequeña dosis de hipocresía a la que
se aludía al comienzo de este editorial. La única moraleja
posible para el fi asco del metro es la siguiente: el conocimiento
no es sinónimo de erudición como creen tantos (y
por eso huyen del mundo de la cultura) sino de curiosidad
por la vida misma. Y el conocimiento está íntimamente
ligado a nuestra capacidad para emocionarnos ante la contemplación
de lo bello. O en otras palabras, corazón y cabeza
son un solo instrumento. Quien no reconoce todas
las formas de la belleza no debería sentir vergüenza. Pero
si la siente, debería educar su sensibilidad, porque no viene
alfabetizada en el adn.
Comentarios
Por lo menos por mi parte diré que no digo con hipocresía si una pieza musical, una pintura, o un libro me parecen bellos por que lo escribió X autor; aunque sí reconozco que más que hipocresía, lo que ha afectado más mi juicio ha sido la sugestión. Digo "ha sido" porque procuro que no me suceda cuando debo hacer un juicio personal para determinar si de verdad he disfrutado tal libro, melodía, etc.
A favor de la gente del metro, diré que ubicaron al violinista en una zona de transito de personas, creo que lo ideal hubiese sido en una zona donde la gente no estuviese en movimiento, como ser los andenes. Pese a que estuviese tocando un aria de Bach creo que no le hubiera prestado atención y hubiese seguido de largo, pero no por no apreciar la belleza de una pieza musical, ni por que la interpretara un sujeto en el subterráneo con una gorra y un vasito con monedas, sino más bién por estar apurado por que tener que ir al colegio.
A veces en el andén del subterráneo se pueden escuchar a verdaderos artistas, y con gusto los escucho tocar y con gusto les dejo un billete, mas no monedas.
Un saludo \(^_^)/