Cambiamos de clima, de ropa, de casa, de vida. Vemos el mar todos los días. Aprendimos con certeza a predecir el clima. Nos convertimos en piratas, en marinos, en grandes navegantes, en mitos, en leyendas y en fantasmas. Establecimos con facilidad las tan ansiadas rutinas. Aparecieron naturalmente entre las posibilidades y las limitaciones. Comimos nuevos manjares, nuevos dulces. Ya no nos pican los zancudos. Aparecieron en nuestro lenguaje los bicitaxis, los nísperos, las mariamulatas, las gaviotas, los pelícanos, las murallas, los corozos, los bollos, la cotidianidad de las patillas. Visibles fragatas, transatlánticos, bergantines, y veleros. Convivimos con la piel y la desnudez. Mamá a vuleto a jugar intensamente, a hacer castillos, a cavar, a tirarse por un rodadero, a montar en los columpios. El bicitaxi también es un juego. Volvimos a dormir juntos.
Ha sido una importante oportunidad de reinventarse. Pero también de afianzar lo que no cambia. De reencontrarse.
Nos hacen falta amigos, a los tres, a mi por que no puedo estar con ellos, a ellos, porque como en Bogotá, la inserción toma su tiempo. Y tiempos específicos entre nosotros: Soledad para Rodrigo, tardes de sol con Rosario. Papá sigue en Bogotá pese a la esperanza que amanece con Rodri todas las mañanas. Hace calor! Mamá se preocupa con frecuencia. Aquí hemos conocido a una mamá iracunda. Hemos cocinado poco. Nos da alergia. Y asma, por el aire acondicionado. Caminar es sinónimo de ampolla y agua, de arena. Nos hacen falta los nuestros. Y aquí no tenemos mascota—aunque los vecinos nos prestan las suyas por un rato, para jugar (Muñeca y Lucas).
Todo en la vida tiene dos caras. No sé cómo decidir…no sé.
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