(Creo que es un poco vanidoso considerarme amiga de Pablo, pero en fin....mi amigo Pablo me lo dejó publicar en el blog)
La cita estaba acordada hacia poco más de un año. Esa vez, como la charla con quien sería mi guía había derivado a su formación en la Ecole Normale Superieure, le pregunté por Althusser. Comenzó con un: ”Fue un gran maestro de mi generación, pero ya nadie lo recuerda”. Hasta ahí, todo era esperable; pero su remate con un “Como yo soy campesina y me gusta visitar a mis muertos, cada tanto le llevo flores” nos ubicó en otro registro. Me habló entonces de un cementerio de suburbio y de una lápida casi sin datos. Le propuse acompañarla, y aceptó generosa y gentilmente. Quedamos en ir juntos la próxima vez que yo volviera por allí, lo que sucedió este febrero.
Camino al encuentro, traté de acordarme cuándo había tenido referencias de Althusser por primera vez. El ejercicio me llevó a un hospital en Bolivia, en un viaje iniciático de mis dieciocho años, durante la primavera alfonsinista. Poco más de una semana antes, en una especie de ceremonia personal de búsqueda de orígenes, había tomado agua directamente del lago Titicaca. Y ese día, en un hotel de mala muerte de Tarija, estaba sintiendo sus efectos. Fui a la guardia médica, donde me dijeron que volviera a internarme para que me hidrataran por suero. Entre retorcijones, pasé a buscar un libro para aguantar las largas horas del goteo. El elegido fue “Conceptos elementales del materialismo histórico”, escrito por Martha Harnecker y editado por Siglo XXI, que había comprado pocos días atrás en unos carritos presuntuosamente llamados “feria del libro” de Cochabamba, por recomendación de mis compañeros de viaje que tenían más militancia y formación política que yo.
Toda generación establece vínculos difíciles con la que le precede, pero la mía, la de los 80, tiene como plus que la anterior se haya inmolado por la revolución o por la patria, en horrendos campos de concentración o en dos islas desoladas. La rebelión nos fue aun un poco más difícil, ya que de alguna manera teníamos que terminar su obra y hacer la nuestra en oposición. Por eso, mientras que por un lado recreábamos glorias perdidas con morrales de cuero, barbas guevaristas y unicornios azules, por el otro nos aventurábamos en el under, en los raros peinados nuevos y en la ginebra de Sumo. En ese entonces, parecía imposible algo que hoy nadie niega: pensar a Cerati como un hijo dilecto de Spinetta.
Ese verano de 1985, vestido con un pijama de película de la Segunda Guerra Mundial, en un pabellón de cincuenta camas de metal, abrí el manual con la mano que me dejaba libre la aguja. Y allí encontré el nombre de Althusser, en el prólogo de una de las obras que, junto a “Como leer el Pato Donald”, “Las venas abiertas de América Latina”, y “Pedagogía del Oprimido”, mi generación leyó rápidamente para saldar la brecha con el pasado, y así poder lanzarse sin culpa a “Vigilar y Castigar”, “El sistema de los objetos” y “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, también publicados por la misma editorial que parecía saber vibrar al ritmo de los tiempos. Me terminé escapando de ese hospital unas horas más tarde, con el libro leído y el suero ya corriendo por mi sangre, pero esa es otra historia.
Luego vinieron las lecturas en la Universidad con sus aparatos ideológicos del Estado, los análisis de coyuntura, las críticas al mecanicismo, los cruces con el psicoanálisis, las nociones de sobredeterminación y de interpelación -sin duda sus aportes teóricos más potentes-, su autocrítica, y el rescate de su obra por los analistas de discurso. Finalmente, llegaron las noticias del asesinato de su mujer, del encierro en el psiquiátrico y de la muerte en el anonimato, que me hicieron devorar su autobiografía, “El porvenir es largo” a comienzos de los 90. Creo que entre todos estos recuerdos, era esa última obra, terrible y maravillosa, la que me llevaba a querer conocer su tumba.
Con mi sibila habíamos acordado encontrarnos en una estación del RER, desde donde iríamos en su auto hasta el cementerio. Como siempre sucede cuando dos llegan temprano a la cita, tardamos en encontrarnos. Y aunque parezca un mal recurso literario, debe decir que esa tarde de sábado estaba nublada y un tanto fría. Si bien esto no es extraño para esa época del año, le daba un cierto toque de misterio que le ponía más sabor a la aventura y ayudaba a correr mi miedo de que mi propuesta resultara una tontería.
El cementerio es un típico camposanto del suburbio parisino. Está en la ladera de una colina muy suave, rodeado por un bosquecito ya civilizado donde no quedan lobos ni jabalíes. Ocupa aproximadamente dos hectáreas, y su único atractivo es un pequeño monumento en honor a los caídos en la Gran Guerra allí enterrados. Como hacía poco que habían cambiado el lugar del peristilo de entrada, mi guía se desorientó y vagamos un poco entre los nichos hasta encontrar la tumba que buscábamos. Pero allí estaba: austera, sin nada que la distinguiera de las demás salvo por su inclinación a contrapelo de la pendiente. A los pies de la lápida se encontraba una maceta con crisantemos secos, que mi acompañante cambió por la nueva que había traído, mientras cortaba la maleza que había crecido desde la última visita.
La losa que la cubre está presidida por las dos obsesiones de las que el maestro nunca pudo librarse: la cruz católica, y la frase “A la memoria de Louis Althusser (Verdún 1916)”. Me acordé de la horrible historia familiar: ese Louis era su tío caído en la Primera Guerra. Tras su muerte temprana, su hermano Charles le propuso casamiento a su prometida. Ella aceptó, y como homenaje decidieron honrarlo poniéndole su nombre al primogénito. El filósofo nunca logró escapar del fantasma de su tío muerto, el verdadero amor de su madre sustituido por su padre a causa de una tragedia que intentó ser con reparada endogámicamente. Ahí comprendí que -como sucede con otros pensadores y sus grandes aportes- haber concebido una hipótesis referida a la constitución de los sujetos como nominación externa era más producto de su biografía que de su genio. Y como, por herencia paterna, mi segundo nombre es Luis, la historia me resonó personalmente.
La lista sigue con otros fantasmas que le fueron más corpóreos, ya que comparte la tumba con su padre y su madre. Por supuesto, no hay ninguna referencia de su amada Helene. Pensé que otra buena aventura podría ser averiguar dónde fue enterrada para llevarle también un ramo de flores por su condición de mártir. La búsqueda debería empezar por el cementerio israelita de Paris.
La enumeración se cierra con su nombre completo, Louis Pierre Althusser, y los años de su nacimiento y muerte: 1918 y 1980. Sólo se añade que fue agregé de filosofía, esto es, que aprobó el examen para ser profesor de esa asignatura en el nivel medio. Si bien este dato lo emparenta con Sartre –quien tampoco escaló mayores posiciones en la Academia francesa-, hace olvidar las barricadas, las luchas y los ideales.
Pero había algo más: como la terrorífica mano de Carrie que sale de la tumba para atrapar a su visitante, un cartel enganchado donde se colocan las flores avisaba que, por falta de pago del mantenimiento, ese sepulcro estaba disponible para quien lo deseara; para solicitarlo, sólo se precisaba llamar a un número de teléfono del gobierno municipal que allí se agregaba. Los huesos de Althusser y de los suyos estaban en riesgo de ser colocados en una fosa común sin ninguna identificación, para tal vez terminar en el escritorio de un estudiante de medicina que no sabría que compartía su habitación con uno de los intelectuales más lúcidos de la segunda mitad del siglo XX; que -también tal vez- habría lanzado a sus padres a las calles a luchar por una sociedad más justa.
Nos quedamos pensando en el posible destino de uno de los filósofos de la revolución. El mundo del siglo XXI, infinitamente más cruel del que él y sus alumnos habían soñado, parece querer borrar toda huella del pasado que lo ponga en duda. Mi compañera tomó los datos para hacer algo que evitara su olvido en una tumba colectiva, y nos fuimos del cementerio sin haber hallado al guardián para pedirle más información. Como estábamos cerca, dimos unas vueltas por los jardines de Versailles, donde hicimos unas comparaciones un tanto obvias con su homónimo Louis, último habitante del palacio, que en pocos años también había pasado de la gloria al decapitamiento.
Como había prometido, mi amiga se ocupó del tema en la semana siguiente y logró que la Asociación de Egresados de la Ecole Normale Superieure se comprometiera a hacerse cargo de los gastos de mantenimiento por los próximos treinta años. Espero que así sea, pero en estas épocas impías yo no termino de fiarme. Por eso pido que alguien se acerque a comprobarlo, y que de paso le lleve unas flores a quien nos enseñó a leer El Capital con otra mirada. El cementerio queda en Viroflay, al sudoeste de Paris, y la tumba es la cuarta de la hilera séptima; si acaso ya ha sido adquirida por otros, el osario colectivo en el que dejarle la ofrenda no debe estar muy lejos.
La cita estaba acordada hacia poco más de un año. Esa vez, como la charla con quien sería mi guía había derivado a su formación en la Ecole Normale Superieure, le pregunté por Althusser. Comenzó con un: ”Fue un gran maestro de mi generación, pero ya nadie lo recuerda”. Hasta ahí, todo era esperable; pero su remate con un “Como yo soy campesina y me gusta visitar a mis muertos, cada tanto le llevo flores” nos ubicó en otro registro. Me habló entonces de un cementerio de suburbio y de una lápida casi sin datos. Le propuse acompañarla, y aceptó generosa y gentilmente. Quedamos en ir juntos la próxima vez que yo volviera por allí, lo que sucedió este febrero.
Camino al encuentro, traté de acordarme cuándo había tenido referencias de Althusser por primera vez. El ejercicio me llevó a un hospital en Bolivia, en un viaje iniciático de mis dieciocho años, durante la primavera alfonsinista. Poco más de una semana antes, en una especie de ceremonia personal de búsqueda de orígenes, había tomado agua directamente del lago Titicaca. Y ese día, en un hotel de mala muerte de Tarija, estaba sintiendo sus efectos. Fui a la guardia médica, donde me dijeron que volviera a internarme para que me hidrataran por suero. Entre retorcijones, pasé a buscar un libro para aguantar las largas horas del goteo. El elegido fue “Conceptos elementales del materialismo histórico”, escrito por Martha Harnecker y editado por Siglo XXI, que había comprado pocos días atrás en unos carritos presuntuosamente llamados “feria del libro” de Cochabamba, por recomendación de mis compañeros de viaje que tenían más militancia y formación política que yo.
Toda generación establece vínculos difíciles con la que le precede, pero la mía, la de los 80, tiene como plus que la anterior se haya inmolado por la revolución o por la patria, en horrendos campos de concentración o en dos islas desoladas. La rebelión nos fue aun un poco más difícil, ya que de alguna manera teníamos que terminar su obra y hacer la nuestra en oposición. Por eso, mientras que por un lado recreábamos glorias perdidas con morrales de cuero, barbas guevaristas y unicornios azules, por el otro nos aventurábamos en el under, en los raros peinados nuevos y en la ginebra de Sumo. En ese entonces, parecía imposible algo que hoy nadie niega: pensar a Cerati como un hijo dilecto de Spinetta.
Ese verano de 1985, vestido con un pijama de película de la Segunda Guerra Mundial, en un pabellón de cincuenta camas de metal, abrí el manual con la mano que me dejaba libre la aguja. Y allí encontré el nombre de Althusser, en el prólogo de una de las obras que, junto a “Como leer el Pato Donald”, “Las venas abiertas de América Latina”, y “Pedagogía del Oprimido”, mi generación leyó rápidamente para saldar la brecha con el pasado, y así poder lanzarse sin culpa a “Vigilar y Castigar”, “El sistema de los objetos” y “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, también publicados por la misma editorial que parecía saber vibrar al ritmo de los tiempos. Me terminé escapando de ese hospital unas horas más tarde, con el libro leído y el suero ya corriendo por mi sangre, pero esa es otra historia.
Luego vinieron las lecturas en la Universidad con sus aparatos ideológicos del Estado, los análisis de coyuntura, las críticas al mecanicismo, los cruces con el psicoanálisis, las nociones de sobredeterminación y de interpelación -sin duda sus aportes teóricos más potentes-, su autocrítica, y el rescate de su obra por los analistas de discurso. Finalmente, llegaron las noticias del asesinato de su mujer, del encierro en el psiquiátrico y de la muerte en el anonimato, que me hicieron devorar su autobiografía, “El porvenir es largo” a comienzos de los 90. Creo que entre todos estos recuerdos, era esa última obra, terrible y maravillosa, la que me llevaba a querer conocer su tumba.
Con mi sibila habíamos acordado encontrarnos en una estación del RER, desde donde iríamos en su auto hasta el cementerio. Como siempre sucede cuando dos llegan temprano a la cita, tardamos en encontrarnos. Y aunque parezca un mal recurso literario, debe decir que esa tarde de sábado estaba nublada y un tanto fría. Si bien esto no es extraño para esa época del año, le daba un cierto toque de misterio que le ponía más sabor a la aventura y ayudaba a correr mi miedo de que mi propuesta resultara una tontería.
El cementerio es un típico camposanto del suburbio parisino. Está en la ladera de una colina muy suave, rodeado por un bosquecito ya civilizado donde no quedan lobos ni jabalíes. Ocupa aproximadamente dos hectáreas, y su único atractivo es un pequeño monumento en honor a los caídos en la Gran Guerra allí enterrados. Como hacía poco que habían cambiado el lugar del peristilo de entrada, mi guía se desorientó y vagamos un poco entre los nichos hasta encontrar la tumba que buscábamos. Pero allí estaba: austera, sin nada que la distinguiera de las demás salvo por su inclinación a contrapelo de la pendiente. A los pies de la lápida se encontraba una maceta con crisantemos secos, que mi acompañante cambió por la nueva que había traído, mientras cortaba la maleza que había crecido desde la última visita.
La losa que la cubre está presidida por las dos obsesiones de las que el maestro nunca pudo librarse: la cruz católica, y la frase “A la memoria de Louis Althusser (Verdún 1916)”. Me acordé de la horrible historia familiar: ese Louis era su tío caído en la Primera Guerra. Tras su muerte temprana, su hermano Charles le propuso casamiento a su prometida. Ella aceptó, y como homenaje decidieron honrarlo poniéndole su nombre al primogénito. El filósofo nunca logró escapar del fantasma de su tío muerto, el verdadero amor de su madre sustituido por su padre a causa de una tragedia que intentó ser con reparada endogámicamente. Ahí comprendí que -como sucede con otros pensadores y sus grandes aportes- haber concebido una hipótesis referida a la constitución de los sujetos como nominación externa era más producto de su biografía que de su genio. Y como, por herencia paterna, mi segundo nombre es Luis, la historia me resonó personalmente.
La lista sigue con otros fantasmas que le fueron más corpóreos, ya que comparte la tumba con su padre y su madre. Por supuesto, no hay ninguna referencia de su amada Helene. Pensé que otra buena aventura podría ser averiguar dónde fue enterrada para llevarle también un ramo de flores por su condición de mártir. La búsqueda debería empezar por el cementerio israelita de Paris.
La enumeración se cierra con su nombre completo, Louis Pierre Althusser, y los años de su nacimiento y muerte: 1918 y 1980. Sólo se añade que fue agregé de filosofía, esto es, que aprobó el examen para ser profesor de esa asignatura en el nivel medio. Si bien este dato lo emparenta con Sartre –quien tampoco escaló mayores posiciones en la Academia francesa-, hace olvidar las barricadas, las luchas y los ideales.
Pero había algo más: como la terrorífica mano de Carrie que sale de la tumba para atrapar a su visitante, un cartel enganchado donde se colocan las flores avisaba que, por falta de pago del mantenimiento, ese sepulcro estaba disponible para quien lo deseara; para solicitarlo, sólo se precisaba llamar a un número de teléfono del gobierno municipal que allí se agregaba. Los huesos de Althusser y de los suyos estaban en riesgo de ser colocados en una fosa común sin ninguna identificación, para tal vez terminar en el escritorio de un estudiante de medicina que no sabría que compartía su habitación con uno de los intelectuales más lúcidos de la segunda mitad del siglo XX; que -también tal vez- habría lanzado a sus padres a las calles a luchar por una sociedad más justa.
Nos quedamos pensando en el posible destino de uno de los filósofos de la revolución. El mundo del siglo XXI, infinitamente más cruel del que él y sus alumnos habían soñado, parece querer borrar toda huella del pasado que lo ponga en duda. Mi compañera tomó los datos para hacer algo que evitara su olvido en una tumba colectiva, y nos fuimos del cementerio sin haber hallado al guardián para pedirle más información. Como estábamos cerca, dimos unas vueltas por los jardines de Versailles, donde hicimos unas comparaciones un tanto obvias con su homónimo Louis, último habitante del palacio, que en pocos años también había pasado de la gloria al decapitamiento.
Como había prometido, mi amiga se ocupó del tema en la semana siguiente y logró que la Asociación de Egresados de la Ecole Normale Superieure se comprometiera a hacerse cargo de los gastos de mantenimiento por los próximos treinta años. Espero que así sea, pero en estas épocas impías yo no termino de fiarme. Por eso pido que alguien se acerque a comprobarlo, y que de paso le lleve unas flores a quien nos enseñó a leer El Capital con otra mirada. El cementerio queda en Viroflay, al sudoeste de Paris, y la tumba es la cuarta de la hilera séptima; si acaso ya ha sido adquirida por otros, el osario colectivo en el que dejarle la ofrenda no debe estar muy lejos.
Comentarios